miércoles, 22 de diciembre de 2010

Charlotte

Charlotte
Adrián G. Ibelles

La muerte es una vida vivida.
La vida es una muerte que viene.
Jorge Luis Borges

A Ivette por perderse…

El primer destello de la mañana se coló por una rendija en la persiana. Desperté desubicado, con un extraño sabor a tierra en la boca, aún inmerso en ese sueño que fui restaurando en mi cabeza mientras separaba las pesadas cortinas que nos dieron en la boda. Charlotte tarareaba esa canción viejísima de Madonna, su ídolo de la infancia. Con la noticia de su embarazo estaba eufórica, no paraba de hacer planes, de comprar cosas, de presumirle a sus amigas en Francia, no paraba de decirme lo contenta que estaba de ser madre.
Desde que se enteró del embarazo estaba empeñada en arreglar todo para irnos de aquí, hablaba todo el tiempo del viaje, del hospital, del dinero, de las cunas, del hogar. Era estresante. En realidad no me molestaba tener un hijo, sólo que llegaba en mal momento. Ahora estaba obligado a mudarme a Francia, a criar a mi hijo fuera del peligro que según Charlotte, representaba México, trabajando en el negocio de mis queridos suegros. Me olvidaría del anhelo de vivir en Nueva York o en España, estudiar foto en una escuela importante y dejar de vender espacios en la tierra. Atado a Charlotte y a mi nueva familia veía mis sueños marchitarse en el aire.
El estrés me había despertado temprano, la cantidad exorbitante de pendientes me volvía loco. Aun era temprano para ir a tomar unas fotos de contra-publicidad del panteón municipal, que era obsoleto, pero quería ahorrar tiempo y hacerlo rápido. Charlotte me esperaba en el auto. Salimos con prisa. A pesar de rehusarme por su embarazo, y sobre todo por el lugar al que íbamos, no se quiso quedar sola en casa y tuve que llevarla acompañada de mi cara de inconformidad, de capricho.
Al llegar lo primero que a destacar eran las paredes, completamente rayadas por los pandilleros de la zona. Me entusiasme al tomar las primeras fotos, bastante dramáticas y que sinceramente exageraban un poco el declive de lo que alguna vez fue el orgullo de la capital. Las tumbas me dejaron perplejo, su descuido era lastimoso. Un aire desolador rodeaba cada una de las lapidas que yacían cubiertas de hierba, de moho y de olvido, los nombres de algunas se habían borrado por completo y algunas inspiraban nada más que una triste nostalgia. Charlotte se adelantaba, con una mirada melancólica me iba señalando las tumbas más dañadas y yo captaba los mejores ángulos de esos infelices restos de vida.
Al final de la avenida principal se vislumbraba una especie de bodega protegida por una reja. Una cadena y un candado la custodiaban cubiertas de oxido y sólo basto un jalón para quebrarlas con mis manos. El cuarto estaba vacío, iluminado sólo por la luz del sol. El fondo en penumbras parecía esconder algo más. La curiosidad se me seco y salí en ese momento, por miedo a que el viejo que cuidaba el cementerio me encontrara hurgando en el lugar. Su cabello blanco enmarañado, y su gorra vieja que ocultaba la coronilla morena me hicieron olvidar un poco mi preocupación, su apariencia entre tétrica y estúpida me saco una sonrisa. Salí un poco encandilado y seguí tomando fotos a una lapida que sostenía una cruz de madera ya rota y sin nombre. Escuche a Charlotte pidiendo permiso para seguirme entre las tumbas. Aun ofuscado le ignoré y seguí enfrascado en mi mustio cometido. No fue hasta que regresé a la avenida por la que llegamos que me di cuenta de que Charlotte no estaba.
Al principio no me preocupe, imaginando que algún mareo la había hecho regresarse al auto. Vi las fotos capturadas, pero desistí por el molesto exceso de luz. Caminé a la entrada para ver cómo estaba Charlotte. El viejo cuidador cavaba un par de hoyos contiguos, al sentirme volteo con media mirada de disgusto, pues el ojo izquierdo carecía de pupila y resaltaba su blancura. Caminé a prisa y llegue al auto. No estaba allí. Entre a dejar la cámara y marque a su celular. El insoportable tono se escucho en el asiento del copiloto. Ahí empecé a preocuparme, ella nunca suelta su celular. Prendí un cigarrillo y espere en el auto, prendí la cámara y borre algunas fotos fuera de foco. Charlotte estaba en todas las fotos, justo en el centro de cada una. En las primeras sonreía, y a medida que se sucedían las fotos perdía ese semblante alegre y su rostro se tornaba frio, extraño. El humo del cigarro comenzó a marearme, noté que tenía un sabor a tierra en el paladar, hasta los cigarros sabían a panteón, pensé para des estresarme. Regrese al cementerio, tratando de recordar el camino recorrido, después comencé simplemente a dar vueltas. Pero no había rastro de ella. Mi corazón se aceleraba, lo sentía dando tumbos en mi pecho, corrí entre lápidas destruidas, tropezando con algunas piedras, respirando soledad y miedo. Desesperado y sin aliento llegue a la caseta. La cadena y el candado ya no estaban rotos, ni siquiera tenían restos de oxido, se veían nuevos. Me asome por la reja, y mi corazón se detuvo un segundo. Un tenis de Charlotte se alcanzaba a ver entre las sombras. Temí lo peor.
Alarmado, busque al cuidador en el lugar donde seguía cavando una de las fosas. La otra ya estaba cubierta. Me vio, pero esta vez esbozo una sonrisa y señalo con la cabeza la tumba recién cubierta. El epitafio anunciaba “Al recuerdo de esa notable mujer. Yace aquí al lado de sus dos grandes amores. Descanse en paz Charlotte Rodespierre (1984-2010).
Mis sentidos colapsaron y en un lejano zumbido escuche la voz del viejo, “esta otra es para ti, buen viaje”. El sabor a tierra aun queda en mi boca, pero ya deje de oír mi corazón.