lunes, 2 de diciembre de 2013

El camino

Me llamo Hilda y este es un sueño. Pero lo que voy a contar fue real, así que pon mucha atención y no pierdas ni un detalle. Ni uno solo. Además de mi nombre, hay un par de cosas importantes sobre mí que debes saber: UNO: Siempre, siempre, pero siempre, siempre, siempre me pierdo. Si salgo a la calle me pierdo; voy al súper me pierdo; al mercado me pierdo; al museo me pierdo; al cine, me meto en la función equivocada. Tengo muchas teorías, pero en general la gente dice que soy despistada. Yo creo que el mundo es enorme y que no es mi culpa ser tan pequeña. DOS: Soy un poquito exagerada. Bueno la verdad es que soy megaultrahiperarchirequeterrecontra exagerada. Es decir, para mí todo es impresionante, y hermoso, o aterrador y fascinante. Tal vez sea que yo encuentro detalles que los demás no ven. Como las enormes y asquerosas pelusas en el pantalón de mi maestra o las asquerosas lagañas que 12 de mis 15 compañeros llevan todas las mañanas a la escuela. Aparte de eso soy muy normal. Uso el cabello agarrado, tengo unos lentes viejísimos que eran de mi abuela y mi mascota es una tarántula de nombre Ifigenia que duerme conmigo y con la que hablo todo el tiempo. Tal vez por eso no me llevo con los niños de mi edad. En mi casa también es difícil divertirse. Mamá siempre está de excursión en alguna zona arqueológica, buceando en cuevas submarinas o escalando alguna montaña. Mi papá, un botánico no tan divertido, pasa toda la mañana encerrado en su vivero y toda la tarde escribiendo sobre plantas. Yo quisiera ser tan aventurera y valiente como mi mamá, pero como voy a la escuela no puedo acompañarla nunca. Por eso, cuando me dijeron que saldríamos de vacaciones salté como loca por horas celebrando que por fin me iban a dejar salir de la jaula. Mis papás estuvieron planeando un mega viaje a la playa de cuatro días, nadaríamos con los delfines, visitaríamos unas pirámides, un parque ecológico y nos íbamos a divertir un chorro. No es que ME ABURRA DE MUERTE TODO EL TIEMPO ENCERRADA ENTRE LAS CUATRO PAREDES DE MI CUARTO, pero, ya entienden. Prácticamente contaba las horas para irnos, y emocionada porque sólo faltaba un mes y medio (sí nada más) le insistí a mi mamá que me dejara empezar a empacar. Y entonces ocurrió la tragedia. Mi mamá, la heroína que siempre admiré, se resbaló tratando de bajar mi maleta de viaje del closet y cayó al suelo de espaldas. A pesar de que nunca había escuchado a mi mamá gritar tan feo, sabía que era muy ruda, y que hacía falta más que una caída para derrotarla. Al principio no pensé que fuera grave, hasta que vimos las radiografías. Así, faltaba un mes y medio y las vacaciones ya estaban arruinadas. II Seguro que papá me vio devastada, deprimida y desolada. Incluso me tenía más cuidada que a mi mamá con todo y su cadera fisurada. Una noche los escuché platicar sobre el asunto. Al final mi mamá lo convenció de que nos fuéramos sólo él y yo. No iba a ser lo mismo viajar con mi papá (que no era un tipo aburrido, pero no era mamá). Al final me consolaba un poco que por fin iría a la playa. Pero no iría a la playa. -Nos vamos a la huasteca– dijo mi papá. De inmediato pensé, esto es una broma. Unos minutos después me di cuenta de que era real. Triste, (sí triste porque aunque no había ido nunca a la huasteca yo quería ir a la playa). Al final mi mamá me prometió que me iba a divertir tanto como si fuera con ella a explorar las grutas submarinas y las pirámides mayas. Yo le dije que no era cierto y lloré toda la noche. Faltando dos días para el viaje, decidí a llevarme a Ifigenia conmigo. Si me iba a aburrir como ostra en el hotel por lo menos no estaría sola. Tuve problemas para convencer a mi papá, porque le tenía una fobia inmensa, pero o íbamos las dos o ninguna. Al final no le quedó de otra. Justo antes de irnos me regalaron un celular nuevo, porque sabían que en los siguientes días me iba a perder un montón de veces. Según mi papá tenía señal en todos lados y en caso de extraviarme bastaba con sólo mandarle un mensaje y él sabría donde encontrarme. No tenía gran cosa, la lámpara era diminuta y los juegos muy aburridos. Pero igual me lo llevé amarrado al cuello para que no se me fuera a olvidar en algún sitio, porque en caso de extraviarme sin celular, estaría completamente perdida. Literal. Mi papá cargó las cosas en el coche el lunes muy temprano. Llevé un cargamento de galletas para aguantar las 6 horas que nos llevaría el viaje de San Luis a Xilitla, nuestra primera parada. En el camino nos fuimos turnando con los discos para escuchar, uno mío de The Wanted, otro de mi papá de Los Beatles, uno mío de Big Time Rush, otro de él de los Doors, y así hasta que nos terminó gustando el juego. Casi siempre que viajábamos al DF a visitar a mis abuelos me dormía todo el camino, pero ahora no me dieron ganas. La carretera a la huasteca estaba rodeada de plantas y animales que nunca había visto. Y mi papá tenía una historia para cada una de ellas. Todo era verde. Me habló de todos los animales que íbamos a ver. Ocelotes, tlacuaches, tejones y zorrillos. Los que me preocuparon fueron las coralillos porque las había falsas y reales –y ni idea de cómo eran distintas unas de otras- y los tigrillos, que a pesar de que no se oían tan feroces como si se llamaran Tigrotes si me daban un poco de terror. En el recorrido conté 7 águilas que volaron muy cerca de nosotros. Eran hermosas, y mi papá me dijo que muchos de estos animales estaban en peligro de extinción. Yo no sabía que él sabía tanto. Creo que ese día lo admiré un poco más. Llegamos a un hotel bastante cansados. Dejé mis cosas en el cuarto y me salí a recorrer los pasillos. Era un hotel chiquito así que no corría peligro de perderme. La selva olía mucho y muy rico, aunque el calor era bastante y había insectos por todas partes. Ifigenia iba aferrada a mi hombro, seguramente saboreándose la ensalada de grillo, el soufflé de mosquito y la empanada de mosca que iba a disfrutar en los siguientes días. Ya de noche, no pude dormir. Despertaba sin saber si se había metido un puma o si papá estaba roncando otra vez. Había muchos ruidos afuera, como si todos los animales se despertaran a hacer una fiestota a esa hora. Además papá había dejado a Ifigenia en el coche porque le dio miedo dormir con ella en el cuarto, y me preocupaba que se muriese de frío. Escuchando los ruidos de la selva se me iba olvidando que yo no quería estar ahí. III En la mañana corrí a buscar a mi tarántula, y horrorizada vi cómo no estaba por ninguna parte. Hice incluso que papá, quejumbroso y temblando, quitara el asiento y sacara los tapetes, pero nada. Papá se sentía incluso más preocupado que yo y me advirtió que si lo mordía de regreso me iba a dejar tirada en la carretera con todo y araña. No lo decía en serio, tal vez sólo tiraría a Ifigenia. Además era su culpa por no bajarla del coche. Después de tanto buscar estábamos hambrientos, así que desayunamos en una fonda del pueblo unos bocolitos que me supieron riquísimos, igual que el jugo fresquecito de naranja que acababan de preparar. Mi papá se tomó un café que le rogué me dejara probar. Era el mejor café del mundo, y eso que yo no tomo café. Las señoras eran muy amables y nos recomendaron que visitáramos las Pozas, que eran el lugar más turístico de Xilitla. Recorrimos las pequeñas calles y luego decidimos que estaría bien visitar el lugar que nos habían recomendado las señoras de la fonda. El castillo surreal de Sir Edward James era una de las razones por las que Xilitla era muy famoso, y por lo que se le llamaba Pueblo Mágico. En la entrada un guía nos contó que Edward James había sido un millonario excéntrico -algo así como un viejito divertido y muy rico- que enamorado de la belleza del lugar decidió construir su propio palacio, llenándolo de esculturas y edificios fuera de lo común. Yo nunca había escuchado la palabra “surreal” pero desde el primer momento en que pisé el lugar descubrí que era lo más parecido a un sueño hecho realidad. IV Recorrimos el enorme lugar a medias, mi papá no iba a aguantar el recorrido con el resto del grupo, así que nos regresamos solos al hotel. Sólo alcancé a ver un arco que se llamaba Ojo divino y unas manos enormes (más grandes que yo) que estaban como rezando. Me prometió que terminaríamos nosotros de ver todas las construcciones al día siguiente. Así que toda la tarde me la pasé afuera del cuarto, viendo por si Ifigenia aparecía cerca del coche. Seguramente ya estaría viviendo en algún árbol o disfrutando de un delicioso banquete de insectos. Seguro ya ni se acordaba de mí. Al día siguiente desperté muy temprano a papá para que me llevara a ver lo que faltó de las Pozas. No había guía a esa hora, así que con el tríptico en mano seguimos por un camino de piedra y ahora sí pude subirme a unas escaleras de caracol que no llevaban a ninguna parte y caminamos entre siete serpientes de piedra, que según mi papá, eran los pecados capitales. No podía imaginarme a un señor ya grande, como mi papá, gastando toda su fortuna en construir algo como esto. Era como un paraíso. Y era un paraíso-laberinto, porque yo sentía que nos íbamos internando cada vez más en la espesura del lugar. Mi curiosidad me hizo presa de una emoción inmensa, y como mi papá estaba cansado otra vez me dio permiso de separarme un poco, siempre y cuando no olvidara mi llamarle si no encontraba el camino de regreso. Me fui a explorar y claro, no tardé mucho antes de perderme. Pero qué podría pasar- pensé despreocupada. Y ese fue un grave error. Un gruñido cercano me hizo recordar que la selva no es un lugar para niños, y menos para una niña despistada y poco aventurera como yo. V Corrí, el terrible gruñido se escuchaba aun tras de mí, y me imaginé al feroz tigre (que había dejado de ser tigrillo desde el rugido) hambriento y con las garras afiladas listas para degollarme en cuanto me alcanzara. La selva se alborotaba por todos lados, y me supe rodeada, por lo que era probablemente una jauría de felinos devoradores de carne, de mi carne. Temblando de miedo vi al final del angosto camino una manchita obscura que se movía lento. Era Ifigenia. No alcancé a llegar a ella, porque un niño como de mi edad, de cabello largo y alborotado se acercó a ella y la tomó con muchísimo cuidado, como si se tratara de un tesoro. Luego caminó hacia mí. -Qué bonita-, susurró. -Gracias- contesté. -Ah hola, le decía a tu araña, ¿cómo se llama? -Ifigenia-. Quise abofetearlo, pero la verdad es que era muy raro que otro niño no corriera de miedo al ver a mi peculiar mascota. Hola hija del reyes. Contestó. Yo no entendí. Le pregunté si estaba perdido como yo, y me dijo que él vivía ahí. Luego me tomó de la mano y me dijo que quería enseñarme algo. Sus manos estaban frías y suaves. -No, yo tengo que regresar. Además no te conozco. - le dije separándome. Soy Eduardo, pero me puedes decir Lalo, mucho gusto.- me extendió su mano. -Hilda- le dije, un poco menos hostil. –Ahora que ya me conoces, ¿sí me acompañas?- me sonreía con sus dientes perfectos. Igual ya estaba muy perdida, que importaba caminar un poco más. Miré mi celular, pero no tenía llamadas perdidas. Me imaginé que nos encontraríamos a papá en el camino. El niño me llevaba por el laberinto tropical, siguiendo el sendero de piedra hasta una cascada de agua traslúcida, donde podría haberme maravillado por los pequeños renacuajos y pececillos que nadaban felizmente en el riachuelo, en ese lugar que olía a naturaleza y que me tenía embelesada, hasta que noté que Lalo me veía con sus enormes ojos que me hicieron ponerme roja. Lalo se paró en la orilla y señaló al centro del río. -Necesito que hagas algo por mí Hilda bonita.- “bonita” lo decía de una forma deliciosa, como arrastrando las palabras por sus labios. -Ahí en medio de este río, hay una orquídea que necesito, pero no me gusta el agua y nadie me quiere ayudar. Es simple, te metes y me la traes, ¿vale?- Lo dudé un segundo, pero sonreía de una forma que era imposible no querer ayudarlo. Le di mi celular y mis lentes para que los cuidara y me metí al agua, tiritando de frío. Cerca del fondo crecía una hermosa orquídea azul. Mi papá las había estudiado por muchos años y en cada aniversario le regalaba una a mi mamá. Eran muy raras. Los peces me siguieron hasta que llegué con la planta, y cuando quise tocarla comenzaron a lanzarse contra mí, mordiéndome con unos diminutos dientes. Salí a tomar aire. Los peces se alejaron un poco, como esperando. No puedo- le dije. - Por favor hermosa, eres mi única esperanza- Suspiré, nunca había sido la única esperanza de alguien. Volví a bajar, era muy buena nadando, pero esos estúpidos pececitos me hacían daño. Escarbé en la tierra para liberar la planta, y después de mucho esfuerzo, y bastantes mordidas, por fin arranqué la raíz. Era enorme y pesada, y no me ayudaba que los pececillos siguieran lanzando sus mordidillas. Regresé a tierra y me topé con una enorme sonrisa y luego, sin decir nada, me plantó un besote en la boca. No supe si temblaba de la emoción o de frío. El mundo desapareció a mi alrededor y fue fantástico ver como mi primer beso me lo daba un niño que apenas conocía en un lugar al que iba por primera vez. -Mi heroína- me dijo, tomándome otra vez de la mano y regresándome el celular y a Ifigenia, pero conservando con él mi aliento. Seguimos por entre la maleza con la gigantesca orquídea casi arrastras. Estaba pesadísima, y aunque sentía los brazos a punto de caerse quería saber porque era tan importante para él. Lalo tarareaba una canción que nunca había escuchado, y luego me volteaba a ver con una sonrisa. Estaba feliz y yo también. VI Se veía que nadie había estado ahí en años. Las piedras estaban cubiertas de musgo y la hierba me hacía imposible ver alrededor. Llegamos ante una reja oxidada que hacía de entrada. Al fondo, un hermoso castillo que se confundía con la vegetación se levantaba varios pisos hasta terminar en una torre que se parecía mucho al Ojo divino. Ifigenia bajó de mi mano y Lalo y yo la seguimos al lúgubre castillo. Tenía las paredes y techos tapizados de moho y unos enormes caracoles azules se movían lentos dejando su asquerosa baba detrás. Estaba sorprendida y un poco asustada. Papá estaría preocupado, pero no se me ocurrió revisar el celular, Lalo comenzó a llevarme otra vez de la mano por el palacio de los caracoles. Subimos por unas escaleras que estaban al fondo, pisando los caparazones de las babosas que estaban por todos lados. No sé cómo no me desmayé en ese instante, el olor era terrible, y el crujido se volvió espeluznante. A él parecía divertirle mucho eso. Legamos a un salón de techo muy alto, con un par de puertas viejísimas a los costados. Yo les calculaba como mil años, pero podría exagerar un poco. En los rincones había unas telarañas donde se enredaban más caparazones secos de los caracoles. Y justo en el centro al frente de un telón grisáceo, un trono de piedra, que distinto a todo lo demás, parecía recién tallado. Dejé la orquídea en el suelo, e inmediatamente los caracoles comenzaron a moverse hacía ella, lentamente, hasta cubrir por completo la raíz. Pequeños crujidos se dejaban escuchar en su marcha alimenticia. Cuando se retiraron ya no había raíz, ni orquídea, sino una especie de huevo obscuro. Lalo caminó hasta el trono y se sentó. Ifigenia subió por la piedra y se posó en su mano. Luego él comenzó a acariciarla de una forma muy rara. Algo en su cara había cambiado. La acercó a su cara, y se la puso en la boca. –Primero un bocadillo real- parló. Luego comenzó a masticar sonoramente a mi mascota. -¡NOOOO!- vociferé, pero era muy tarde. -Cumpliste con lo que yo quería,- me dijo, con una voz extrañamente ronca. Sus labios no se movieron. Me acerqué más al ver que su cara cambiaba. Las cuencas de sus ojos estaban vacías. Estábamos a dos metros de distancia, así que no pude reaccionar cuando abrió la boca y me escupió un líquido asqueroso que me dejó rígida, y completamente consternada frente al trono. -Ahora estamos listos para iniciar el ritual mi niña. Te entregaré al horror primigenio, a la bestia innombrable, al terror de las eras, un ser inmortal que exige un tributo ejemplar a cambio de un favor imposible. El mismo viejo inglés supo que su paraíso nunca le pertenecería, que era nuestro. Tú eres la última pieza de nuestro rompecabezas y ahora recuperaremos el espacio que nos fue robado. La venganza que soñamos hoy se materializa con tu muerte, y además conocerás al ladrón de almas, al verdugo aullante. ¿Qué emocionante no Hilda?- Volvió a reírse mostrando una boca desdentada. Su carcajada me heló la sangre. No podía creer que hace unos instantes acababa de besar a ese monstruo. Literal. VII La risa se volvió más grave y la piel comenzó a caérsele, mientras el antes niño se sacudía frenético. Su cráneo se alargó mostrando una enorme boca sin dientes, de la que tres largas lenguas se asomaban para agarrar a los caracoles del suelo. El resto de su cuerpo estaba hecho de un pelaje obscuro, con unas piernas largas y dos pares de brazos enrollados en su cuerpo, que se liberaron para tomar una posición más feroz, más animal. Haló el telón a sus espaldas, y pude ver seis cuerpos colgados del techo, envueltos en un capullo de seda. Eran tres niñas y cuatro niños con los ojos medio abiertos, a los que no se les podía reconocer entre tanta telaraña. Tenían un pálido color en sus caras y una expresión de terror compartida, sin embargo no hacían un solo ruido. Los caracoles estaban alrededor del suelo, inmóviles observando como las largas extremidades de la criatura se abalanzaban sobre mí, dispuestas a terminar por fin con su inexplicable ritual. Inmovilizada por el veneno, me dejé arrastrar hasta ser el séptimo capullo colgante, e imaginé la desesperación del resto de los niños que esperaban convertirse en ofrendas, tan conscientes como yo de que nuestro final estaba cerca. VIII La deforme bestia que antes había sido Lalo, abrió una de las puertas y comenzó a colgarnos en un pequeño cuarto sin ventanas. Luego dejó el extraño huevo sobre el suelo y dijo unas palabras en un lenguaje obscuro que apenas pude percibir. Pude ver el resplandor de varios ojos gelatinosos y desnudos cubriendo su cabeza. -Adiós niños, y gracias-, nos dijo regalándonos su tétrica mueca que simulaba una sonrisa, y azotando la vieja puerta. Estábamos en penumbras. En silencio. Entonces algo empezó a golpear las paredes y supe, por el ruido que liberaba, que era algo inmenso acercándose. Un grito potente nos movió de como péndulos. Con muchos problemas pude conservar la conciencia, sólo para ver como nos sumergíamos en el terror del que tanto habló el monstruo: la absoluta obscuridad. Pensé que después de un tiempo mis ojos podrían acostumbrarse y podría ver algo, pero fue imposible. Era como si me hubiera quedado ciega. El aire se sentía pesado, como si buscara pasar a través de mí con una lentitud maligna. Al ser tocada por el pesado hedor de su caricia mi corazón se congeló por un segundo. Temí que fuéramos a morir ahí, sin que nadie supiera donde estábamos. La obscuridad respiraba sobre nosotros, iba comprimiéndonos, aplastándonos. Uno a uno fuimos despertando del trance. Escuché como algunos de los niños gritaban, pero sólo para ser callados violentamente por ese ser que amaba la muerte. Hubo un instante donde dejé prácticamente de respirar, algo apretaba mi tráquea, asfixiándome más rápido. Entonces recordé que tenía el celular aun colgando. Con mucho esfuerzo alcancé a quitarlo de mi garganta. Al oprimir un botón una ligera luz titiló en el espacio obscuro, y fue ahí cuando vi lo más horrible que jamás hubiera existido. 18 ojos abiertos frente a mí, incrustados en un pálido rostro cubierto de escamas, y una mandíbula de filosos colmillos fue lo que me mostró el pequeño haz de luz. La bestia masticaba una enorme bola de telaraña cuando fue alejada por la luz. Con toda su furia me golpeó, desesperada, tratando de hacerme cubrir el brillo hiriente. Como pude encendí la pequeña lámpara que antes llegué a creer inútil, y sentí como la bestia me soltaba. Sentí que la podía lastimar, que cortaba su superficie con mi luz. Fue huyendo al contacto, y pude liberarme y comenzar a buscar una salida. El cuarto se había hecho enorme y no encontraba la salida. Los gritos de la bestia de todos los ojos fueron más desgarradores, pero para ese entonces yo no escuchaba nada. Con la luz fui abriendo un camino, hasta alcanzar la puerta. Antes de que pudiera llegar se escuchó un silencio. Supe que la demoniaca obscuridad estaba herida, pero aun viva, con ganas de vengarse. Giré de frente hacia ella, viendo como me lanzaba su embestida, abrí la puerta. La luz se disparó cortando el golpe, la obscuridad fue muriendo bajo la cálida sensación del brillo de cientos de soles ancestrales. Estaba libre por fin, pero sola. Nadie quedaba en el cuarto. Todos habían desaparecido. El monstruo me miró sorprendido. Luego, bastante enojado, dio unas zancadas hacia mí, levantó su delgada y filosa extremidad sobre mi cabeza, -lo arruinaste, lo echaste todo a perder estúpida. Ahora no podré regresar la obscuridad a esta tierra. Vas a morir por tu proeza…- Antes de que pudiera hacerme algo, los caracoles comenzaron a caer del techo, y al igual que lo habían hecho con la orquídea cubrieron al monstruo, devorándolo mientras aullaba de dolor y suplicaba en lágrimas. -Ayuuuuudameeee, Hildaaaaaa, ayuuuda-. Un crujir de huesos me indicó que ya no habría ni monstruo ni niño, y que debía salir de ahí. Sin dejar de verme, los caracoles se movieron creando un sendero rumbo a la salida. Mientras caminaba mil voces que salían de los caparazones me pidieron que prometiera que volvería. Hipnotizada por esas voces que venían de todas partes lo prometí, y luego muy calmada, como si no hubiera estado a punto de ser devorada, salí caminando de vuelta a Las Pozas de Sir Edward James. IX Recorrí el camino gastado, pasando de nuevo por el pasillo de las 7 serpientes y el Ojo divino (aun con los 18 ojos terribles en mi cabeza). Me detuve un momento, contemplando el atardecer en una selva que ahora parecía tranquila. Caminé lento hasta llegar al hotel. Ahí estaba mi papá pálido de terror, hablando por teléfono. Cuando me vio le dijo a mi mamá que me había encontrado y pude escuchar desde varios metros de distancia como me gritaba encorajinada. No me importó el terrible regaño de mi mamá, ni tampoco pude contarle nada a mi papá en ese momento. Estaba casi muerta. En el camino de regreso mi papá estuvo como loco diciendo que sentía que algo le caminaba en la espalda, se le corría por la nuca y se le colgaba de los brazos. Yo estaba en shock, así que no le pude contar que Ifigenia había sido devorada por el niño-monstruo que me dio mi primer beso justo antes de quererme asesinar. Igual nunca jamás me hubiera creído. Escuchamos a los Beatles las 6 horas del viaje, y mi papá estuvo sorprendido de que ni chistara. Cerré los ojos, sintiendo ahí afuera a la selva, pero imaginando cada una de las escenas de mi aventura, sobre todo aquellas que nadie me iba a creer, y que nunca iría a contar. Más que a ti, claro. Sé que volveré a Xilitla, a sus jardines mágicos, a sus paseos increíbles, que seguramente son menos peligrosos si no me salgo del sendero. Aunque quien sabe, nunca es tarde para cruzar el camino. Despierto.