sábado, 7 de mayo de 2011

Humareda

El incendio se inicio en lo alto, en una montaña que apenas se veía desde los techos y con el claro del día. A nadie importo ni el fuego invisible ni las nubes de humo, apenas perceptibles. Con desidia los bomberos se dirigieron al evento. Nadie sabría el porqué del incendio. Por la tarde el humo se extendía a lo largo de otra montaña, el incendio se había propagado. El lejano espectáculo tenía sin cuidado a miles quienes apenas se percataban del incidente, en alguna fugaz mención del noticiero o por un rumor mal leído en internet. Esta vez con más urgencia, los cuerpos de bomberos salieron a atender el siniestro. La noche los hundió en la incertidumbre, un desagradable olor se esparcía por las calles, un olor a tizne, a hierba seca, a viento marchito, olores que mareaban a los transeúntes, a las amas de casa, a los niños que jugaban fuera. Los perros se escondían en un rincón, callados. La humareda se extendió espesa por todas partes, los faros de niebla de los autos, las deplorables luces del alumbrado, de las casas, no alcanzaban a despejar la visión. Por radio y por televisión se solicitó que la gente no saliera de sus casas. Los niños aburridos y acalorados trataban inútilmente de sacar a sus perros del rincón. Asomaba la gente por las ventanas, trataba de divisar algo más allá de la bruma, trataban de apagar el tufo con los ventiladores y uno que otro abanico improvisado. Pronto se hizo imposible andar por la calle, el humo cegaba completamente. Cuerpos tendidos de paseantes, de ciclistas, de gatos escapistas que ya no pudieron trepar o andar. La gente viajaba en los autos con el aire acondicionado encendido y las ventanas cerradas. Pero ellos tampoco se salvaron. Toda la ciudad caía en un lento letargo, en un sueño masivo que los hacía tumbarse en las sillas, en los sillones, en el suelo, en los brazos del otro. La fumarada se esparcía gruesa, pesada, sobre los tejados, dentro de las casas y los autos, dentro de los pulmones. Algunas lágrimas alcanzaron a resbalar de los perros que lo supieron desde antes. También los padres, las madres, los novios, los abuelos lloraron. Los niños sólo durmieron. Los bomberos nunca regresaron. Y el fuego no se apago.

jueves, 17 de febrero de 2011

Dichosos los ojos

Dichosos los ojos

Todo deseo estancado es un veneno.
André Maurois

A Martha, con cariño

Murmuraban los pasillos. Qué solitario me sentía rodeado de pinturas que no entendía y palabras fuera de contexto. Huí del vino, de los canapés y de la gente, no me apetecía labrar una conversación o embriagarme sin razón. Mi mejor amigo había quedado conmigo para esa noche, su retraso me mantenía expectante observando a mí alrededor, y en las pinturas inquietantes. Te contemplé a lo lejos, en las paredes los cuadros se tornaban en impresiones de muestras depresivas e inquietantes, con rastros de horror derramado por la galería entera. Quienes abandonaban el hipnotismo de sus colores eran absorbidos por tu esplendor. Entonces me empeñe en evitar el arte y concentrarme en ti. Dichosos los ojos que te vieron, contoneándote entre los paseantes, con una copa en la mano y tu sonrisa embelezante deleitando a tu público. Docenas de brazos, lenguas y ojos te ofrecían los placeres que tú, sin pena, optabas por rechazar; una multitud de halagos, atenciones y ofrendas. Con asomar tu sonrisa se perdonaba cualquier desfalco. Sin sobresaltos traducías las incitaciones de amor en un armonioso rumor de pasos. Te observé caminar hacia mí.
No pude deshacerme de la impresión de tu grandeza y de mi infame titubeo, me invitaste una copa que no supe como rechazar. Preguntaste por mi opinión y tartamudee tanto que de no haber sido por Fermín te hubieras esfumado inmediatamente. El contestó a tus preguntas y me devolvió la esperanza de tenerte junto a mí un momento más, uno de esos segundos que se alargan y se plasman en la vida. Hablaste de Carrington, Orozco, Sebastián y Varo; Fermín te narró a Eisenstein, Buñuel, Fuentes y Paz. Yo permanecí leyendo en tus labios las palabras que nunca salían de tu boca: aquellas nuevamente dirigidas hacia mí. Las palabras desafiaban los intelectos y en el punto en que él cuestionó tu trabajo, tu sonrisa lo compuso todo y nos conquistaste a los dos, nos invitaste a seguirte. Tomamos un taxi, Fermín vivía cerca y no traía auto y yo no sabía manejar.

Subimos al auto, ustedes con copas de vino riendo de los vestidos, de las barbas y los anteojos. Yo, oprimido por el absoluto silencio en mis ideas, con mi gesto deformado por los celos y la envidia, por el retrovisor los veía riendo y gozando de la mutua compañía, yo era un objeto olvidado, el intermediario de una noche larga y abundante, de una pasión nueva que en secreto se desenvolvía en pequeñas y casi involuntarias caricias, sus rostros cada vez más cercanos, y yo postrado en una conversación insulsa con el conductor, me embriago de su falsa cortesía al preguntar mi opinión de algo que no me interesó escuchar, vomito respuestas cortantes y desafiantes. Pensaba bajarme cerca de mi casa, pero mi cólera me exigía permanecer ahí, forzarlos a cortar su velada de tajo, sin despedidas románticas ni citas próximas, él me vio esperando contar con mi apoyo, yo le ofrecí un gesto de desprecio, muérete imbécil…
Llegamos a su hotel, le preguntaste que sí quería subir, aun te puedo explicar el trabajo de un crítico. Bajaron y tuve que pagar el viaje. Cuando intenté seguirlos se habían esfumado, y en la recepción se mostraron determinados en sabotear mis intenciones y no me dieron ninguna información. En el último de mis desquicios me largué con mi orgullo empuñado en odio y tomé otro taxi hasta mi casa. Imaginaba las palabras del imbécil que el imbécil de Fermín me contaría al día siguiente con franqueza en los detalles , la transpiración de tu cuerpo, la firmeza de esos senos, lo dulce del perfume, la fuerza de los muslos, el tamaño del culo, la humedad en tu vagina…
Mi cabeza comenzó a rondar por los confines más profundos y escabrosos de mis represiones sexuales, debajo de lo más sucio de mis pensamientos, lo que seguía de ellos, imaginando la desnudez, la respiración, las manos, las nalgas, los cuerpos vaciados el uno sobre el otro, perdí la noción del tiempo en perversiones insípidas y termine agotado en el asiento observando el mismo adorno en el retrovisor durante casi media hora. Cuando hube llegado pedí al carro que me esperase.
Corrí dentro y guarde algo entre mi chamarra. Subí de nueva cuenta al taxi y este me llevo de regreso al hotel, al que me interne sin control sobre mis piernas o mis actos. Golpee a uno de los botones para que me consiguiera el cuarto de la crítica chilanga. Apenas pudo enfilar las palabras clave. El cuarto 306. Subí hasta el piso parpadeante en el panel del ascensor mientras sentía como palpitaba mi corazón, como iba mi sangre hirviendo.
No necesité forzar la puerta de entrada, la cual no habían asegurado. Abrí lentamente y detecté la ropa en el suelo, la obscuridad se sentía pesada, el calor y el aroma de los amantes asfixiaban mi cerebro. Los observe, silenciosos gimiendo, tú encima del imbécil, moviéndote con soltura sobre mi amigo de la infancia, mi compañero en la secundaria, la preparatoria y la universidad. Prendí la luz, sólo para observar el gesto de sorpresa en sus caras. Cuando se dieron cuenta de la situación me abalance sobre el maldito y lo apuñalé con un cuchillo grande y ligero que se internó suavemente en su pecho, crujiendo de vez en cuando entre cuchilladas, sus ojos me pedían perdón por haber suplantado mi amistad con carne. Permaneciste expectante, paralizada a nuestro lado, viendo como se consumaba el rito de la traición. Cuando mis ojos se posaron en ti intentaste con torpeza una reacción evasiva, la cual sólo me hizo desear con más y más ganas poseerte y embarrarme con tu sangre y tu amor. La piel fue más suave de lo que pensaba, y tus gritos aun más sensuales, tus huesos eran tan bellos como lo imagine. Cuando hube terminado tomé una ducha y me vestí con la ropa de Fermín. Tenía esa loción que siempre me había gustado y que sé que a ti mi amo, también te cautivó.

Aviéntame

Aviéntame
“Aviéntame hasta donde puedas
y luego ven a mirar cómo no muero”
Caifanes

A Veracruz por no ahogarse al final
Triste se nos fue la vida. Las lluvias sesgaron todo el pueblo, fueron como dos semanas de pura agua que nos quito todo. Veíamos en las noches como nuestras cosas se iban entre la corriente, arrastradas por chingos de lodo espeso y oscuro, ahí entre la melcocha se pudrían los cuerpos de nuestros animales y de algunos conocidos. Los cadáveres sepultados de nuestros coches, en dilapidadas y olvidadas carreteras y caminos, nuestros trabajos y nuestras vidas, lo que alguna vez fue pavimento, cemento y ladrillo hoy era sólo tierra, lodo y mierda. Mi esposa Carmela salió un día en las noticias, los de la tele la grabaron cuando le daba de comer a Amaranta, mi bebé. La amamantaba mientras pescaba cosas del lodazal, con un palo arrimaba las cosas cerca de la casa para que Luis, mi otro hijo las recogiera. Ella escuchó el helicóptero y les hizo señas, pero esos putos como llegaron se fueron, sin hacer nada. Se largaron con su pinche helicóptero sin compadecerse de mi pobre mujer que hoy se me está muriendo.
Yo no vi al helicóptero, aun seguíamos rondando con los dos botes que teníamos a ver si alguien se estaba muriendo en el lodo, o si habían quedado atrapados en su casa. Ya de perdis si nos podían regalar agua potable. Muchos muertos, mucha ayuda y nada de agua. Cuando Carmela me contó me hinché de rabia. Me comí unos chiles en vinagre que me había encontrado mi mujer y le di a Luisillo su caballito de tequila de las noches, para que no escuchara los llantos y los gritos de la noche, para que no viera los fantasmas que vienen con el frío. El aire nos pegaba recio, y desde que habíamos tenido que dormir en el techo, no podía pegar el ojo más de dos horas. Cuando se durmieron los chamacos, los tapamos con unas cobijas y revisamos que la bebe respirara, se veía ahí tan tranquilita, dichosa ella que no entendía que rayos pasaba, que no sabía de la desgracia que nos pegó.
Cuando escampó le avise a Carmela que debíamos irnos para el otro pueblo, porque en Ramírez no había de otra o nos moríamos ahogados o nos moríamos de hambre. Nomas teníamos dos lanchas en todo el pueblo y tuve que robarme una. La agarré cuando la corriente ya no estaba tan canija, era del Ernesto, al que se le ahogo su mujer al tercer día del monzón. Le iba a pedir la balsa y que se fuera con nosotros, pero lo encontré ya ahorcado. Me imagine que estaba mejor que le dejara de llorar día y noche y se fuera a buscarla, a ver si así ya no atormentaba a mí Luisito. Nos fuimos luego luego en la madrugada, con un frío de la chingada y tropezando a cada rato con cadáveres inflados y toldos de los coches. Me los lleve para los terrenos altos, porque no me fiaba de la lluvia. Llegando a tierra amarré la balsa por si hacía falta, y nos escondimos del aire en una parte llena de arboles, ahí quemamos unos leños y comimos frutillas para menguar las hambres. No parábamos de temblar, y temblamos aun mas al oír los truenos a lo lejos, augurando la helada avalancha que no paró hasta la madrugada. En la mañana Carmela se despertó para darle de comer a la Amarantita, que estaba fría y mojada como el aire y tiesa como piedrita. Le lloramos un rato y luego dejamos que se la llevara la corriente. Luisito le dio un beso antes de que se la llevara el lodazal y seguimos subiendo por el cerro, dos días más y llegábamos a Tlatolucan. Mi Carmela se me empezó a enfermar esa tarde, yo digo que de tristeza, ella me dijo que era un embarazo. La pobre vomitaba pura saliva porque llevábamos días sin comer más que tortillas duras y frutillas. A Luis lo vi más fuerte que nunca, me ayudaba a juntar ramas para la fogata y se quedaba cuidando a su mamá cuando me ganaba el cansancio. De esos ojillos brillaba un calor extraño, algo especial que junto con su silencio me tranquilizaban. Pero cuando desperté ya no lo vi. Se me había escapado y mi mujer ahí temblando y llorando en sueños. Me rodeo el pánico, el Luis perdido en el monte y yo aquí solo con la Carmela a medio morir. Ya la pobre no podía caminar, así que la cargue, monte arriba, con los mis pies guangos envueltos en unos zapatos ya todos jodidos por el agua y las piedras. En cuanto me cansaba la dejaba recostada en el pastito, lloraba y lloraba inconsolable, su cara morena estaba ya toda hinchada y los berridos que pegaba asustaban a los animales que nos encontrábamos. Con Carmela dormida me arrodille junto a ella y levante la mirada buscando las estrellas y una luna que apenada parecía esconderse de mí. Apesumbrado e impotente grité con todas mis fuerzas al único culpable de mis lamentos.
“Aviéntame Dios, arrójame al pozo más profundo, por la cumbre mas empinada, por el borde del mundo, pero deja que mi esposa se levante, deja que mi hijo nos encuentre, déjame morir aquí frente a ti, pero a ellos cuídamelos, que yo ya no puedo”.
La noche se tragó toditito mi alarido, y comencé a llorar sobre el vientre de Carmela, ella acaricio mi cabeza y me besó la frente. Me quedé dormido en sus brazos. Cuando Luis llegó por la mañana lo acompañaban tres hombres de Tlatolucan Carmela ya no respiraba, tenía, sin embargo, la paz en su rostro la hacía ver más hermosa de lo que yo pudiera recordarla. Luis la abrazo y le canto al oído, luego me dijo que le había cantado para que se quedara tranquila, porque sabía que yo lo iba a cuidar.

El último truco

El último truco

“Ahora me precipito hacia el comienzo, hacia la idea que pudo haberse formulado con un pequeño atado de palabras, pero que hasta el término del trayecto se me presentó.”
Guillermo Samperio

A Alexander, por nunca desaparecer.

Me gusta la magia, siempre me ha gustado. Pensar en esos actos arcanos y místicos me hacen sentir un infante otra vez, transportado varias décadas hacía un pasado distante, sentado frente a ese gran mago que fue mi tío Alejandro. Un augurio de calvicie se percibía cuando se quitaba su sombrero negro mate, en el que metía el brazo casi en su totalidad y sacaba una enorme liebre blanca de rojos ojos que parecían estar tan asombrados como los míos. Mi truco favorito, sin duda, era cuando el tío se escondía bajo un mantel, se subía a la mesa y se lanzaba hacia nosotros. El mantel caía ligero sobre nosotros, mientras el tío Alejandro tocaba desde afuera la puerta de la entrada. Yo idolatraba a mi tío en cada ocasión que tenía, y mi padre un poco celoso me decía “Sólo es una ilusión”. El tío decía que la única ilusión estaba en nuestra cabeza, que esa ilusión se empeñaba en negar lo obvio, luego tocaba mi oreja y me daba una moneda de plata. El día que mi tío murió tendría yo unos 9 años. Todos y cada uno de mis familiares lloraron desconsolados un manantial de lagrimas que parecían no tener fin, mientras yo observaba calladito, sintiendo como desde su lecho mi tío me guiñaba un ojo. Lo esperé sentado frente al enorme ataúd dorado, cuando por fin nos dejaron solos abrí el féretro y me asome, tratando de escuchar su respiración, su corazón de mago. “Este es tu gran truco verdad”. Dejé la tapa abierta y me senté cargando con el cansancio. Entre pestañeos alcance a distinguir a mi tío saliendo del ataúd, cerrando la caja, acomodándose la corbata, sigiloso. Al verme puso su dedo sobre mis labios para que callara y salió por la puerta de atrás. Fue la última vez que le vi.