jueves, 9 de mayo de 2013

Rostros

Llegó un día, sin invitación previa, en silencio. Era febrero y Celia se encerraba sola en su recámara para ver una de las películas danesas que ni a sus hermanos ni a Gilberto, su novio, les gustaban. Apenas pestañeaba, entregada a los planos y las imágenes. El cuarto era iluminado por una cruda secuencia en cámara lenta, y él encontró suficiente obscuridad para ocultarse, para mirarla detrás de la puerta; la observó hasta que la película hubo acabado y después, cuando Celia se iba quedando dormida, él seguía ahí. Con los días a Celia le dio la sensación de una extraña compañía. Pronto él ya no se conformó con permanecer en la esquina, inmóvil y expectante. Sentía la necesidad de provocar el encuentro, de inquietar el silencio. Pero su voz no existía, al igual que su rostro en el espejo eran más ilusorios que aquel nombre que un día tuvo. Cuanto más se atrevía acercarse mayor era su impulso a ceder. Dejando de lado todo, se postró frente a ella tocando su cabello castaño con la punta de la nariz, recorriendo su rostro con la mirada de quien disfruta una pintura. Ella levantó la vista y encontró la invisible presencia ante sí. Pero no gritó, y a él le gusto su silencio. Entablaron cierta amistad. Celia encendía uno de los cigarros que su papá escondía, dejando que el humo dibujara los contornos de un rostro que se aprendió de memoria, mientras una voz seca le susurraba historias que decía haber vivido. Todas eran historias que inventaba cuando Celia estaba ausente. Él de su vida recordaba nada. Ya entrada la noche la descubrió perdida en sueños. No pudo resistir la levedad de su figura sobre la cama, la piel que se erizaba con su aliento. Ella despertó al sentir el peso sobre su cuerpo, perdiendo el sueño en la calurosa obscuridad del verano. En la mañana Celia escondió la sábana sangrada. Surgió un temor en su vientre. Antes de que pasara demasiado convenció a Gilberto de que se acostarán, y luego le compartió la sorpresa. Sus padres, resignados, aceptaron la noticia. Pero poco a poco se dejó notar una ausencia en el aire, ese vacío que viene con la mentira. La naturaleza siguió su curso y dio a luz a un niño que llamó Demetrio. No se parece a mí, dijo su ahora esposo al ver los ojos grises del niño. Pero si tiene tu cara, mintió ella. El niño creció siempre distraído, distante. Con la mirada describía figuras inexistentes en la pared, en el sillón, en la recámara donde dormían abrazados su mamá y el otro. A Demetrio no le gustaba la gente. Pero cuando se quedaba sólo hablaba mucho, sonriendo ante sombras inexistentes, desvelándose jugando dentro del closet de la ropa vieja, donde se empolvaban los sacos del inquilino anterior. Al pequeño le gustaba prender los cigarros de Celia para poder ver entre el humo la cara de su padre.

Caminos de plata

Abre a: Ext. Calle. Noche. Blanco y negro. Ellos esperan frente al templo, bajo el cielo cubriendo la plaza. El suceso les ha llamado a interrumpir su descanso. La voz se corrió rápido, la visita causó furor. Mujeres se ven al espejo imitando algún gesto dramático, una risa encantadora o una mirada apasionada. Algo que conmueva, cautive al señor Figueroa. Los niños corren despreocupados. Los hombres comentan que no hay persona más talentosa que él en el cine nacional. La multitud aguarda. Int. Iglesia. Noche. Entre aplausos y vitoreos llega Figueroa, con su asistente, una joven de cabello y ojos obscuros, y su productor, un gordo con lentes de pasta que asiente con la cabeza todo el tiempo. Figueroa encuentra el empedrado perfecto para narrar la historia. Le parece que la iglesia también irá bien. Con una cámara comienza a recorrer los pasillos iluminados por cirios. Los lugareños se han acomodado en las viejas bancas. El espacio lúgubre y el silencio de la noche le recordaba a lo que Carlos Velo buscaba para su Comala cinematográfica. Yo la hubiera hecho aquí, le dice al productor que asiente. Parado frente al retablo le pide a la multitud paciencia. Ha esperado décadas para su debut, les suplica esperen a un poco menos que eso. El silencio predomina de la cornisa hacia adentro. No llega la mañana y el realizador comienza a seleccionar entre la concurrida asistencia a su Ava Gardner, su Dolores del Río, su Silvia Pinal. Nerviosas, las damas, más nervioso el director. Que no se precipite, que tienen toda la noche, le dice su asistente. Ningún hombre era realmente apuesto. Nadie que se pareciera a Burton, Rambal o a Eastwood, pero no era lo que él buscaba. Lo que necesitaba eran esas miradas abismalmente profundas. Escogió a sus dos actores y a su actriz protagonistas sólo con su aspecto. No hubo necesidad de que leyeran el guión. Ext./ Int. Auto. Noche. A bordo de la camioneta Ford 65 se ilustra el drama. El coche da vuelta entre las calles angostas. Una mujer confundida engaña a su esposo con el mejor amigo de éste, tratando de compensar el amor de uno con el deseo del otro. A pesar de eso, la trama parece secundaria en contraste con la soledad impregnada en el tiempo. Cada lágrima que derrama la dama se escurre sobre su piel seca y arenosa, desvaneciéndose en el camino. No repiten la toma. Es perfecta. La atmósfera de esa eternidad suspendida en el vacío. El papel del esposo y del amigo fueron para dos hermanos. Ambos toman a la mujer con arrojo, con el deseo que la inmortalidad retiene. Los besos le estrujaron el pecho al director, que veía nacer su ópera prima, su obra maestra. Int. Casa. Noche. En la escena final el esposo y el amigo se baten en un duelo a muerte, destrozando la casa, mientras la mujer trata de interceder sin éxito. Como el melodrama lo requiere, se consuma el sacrificio de la doncella, quien cae golpea el ventanal, haciendo que este ceda. Cae con un golpe certero en el suelo, golpe ligero, pero perdiendo al hijo que llevaba en su vientre sin saberlo. Ambos hombres se quedan despedazados, dejando ir un hijo cada uno, lloran abrazados sintiendo ese dulce olor a muerte. Int. Iglesia. Noche. Una multitud se congrega en el templo, sosteniendo las velas que regalan una infausta iluminación al rostro de la mujer, que carga con la culpa y el dolor. Dos hombres se esconden de las miradas, se sumergen en sus lamentos. La mujer va cruzando sola el pasillo. La toma cenital permite incluso arrancarle los recuerdos. Hincada frente al altar reza al santo patrono y le llora al hijo perdido. A la muerte consumada. Corte final y queda. El rodaje termina con la luna en lo más alto. La gente aplaude ante la despedida del héroe que revivirá su tierra, que sacará del polvo sus nombres olvidados. Se despide el cineasta con la promesa de volver con la obra terminada, con la gloria y la fama para su gente. Figueroa sabe que Buñuel, Fernández y Gavaldón estarían celosos. Pero no basta con eso. Tiene que crear algo nunca antes visto, superar a sus ídolos, callar a sus detractores. Comienza el montaje del filme encerrado en su estudio, envuelto en ese mutismo expectante de la noche. En búsqueda de vencer la majestuosidad del entorno con una historia igual de fuerte, una combinación perfecta entre forma y sentido. Figueroa se queda por años dentro del silencio, en la espera de la fórmula secreta. Al final la gente se cansa y el pueblo regresa al anonimato. Y en la eternidad se queda esperando. Cierra a negros.

La otra reina

Vuelve a sonar el teléfono. Son las dos de la mañana. Desde que llegaste debieron ser doce, trece las llamadas que atendiste ya. Te renovaron tu contrato por un año y siete millones con la marca de los tintes, te invitan a la pasarela de la marca de autos, narrar un audio libro para niños, actuar en una serie de drama de superación personal, una entrevista en otra cadena. Esta última llamada la contestas medio dormida, medio fastidiada por tanta faramalla. Señorita Navarrete la hemos buscado desde en la mañana, sólo para confirmarle que sí puede usar la banda, el vestido y la corona en la inauguración. Y necesitan que vaya a revisar la obra antes, para darle su aprobación. La gran inauguración. Tu primer figura de cera. Le agradeces y le pides que trate de hablar a horas debidas. Cuelgas y te sumerges en la tina, orgullosa, ansiosa de ver inmortalizada tu figura perfecta, la belleza absoluta. Cien por ciento cera. Nada de mundana fibra de vidrio, no. Cera pura de abeja para poder mostrar la impecable forma de tus muslos, la tersura de tu escote, el busto firme que haga juego con el brillo de ese cabello natural idéntico al tuyo. Una obra maestra, un duplicado de la gran obra maestra de dios. El museo parece menos lujoso de lo que esperabas. Michael Jackson y Octavio Paz -dice en su tarjeta- adornan la entrada. Te dan un recorrido donde admiras a Marylin Monroe, Elvis Presley, los Beatles, la reina inglesa y a Vicente Fox. Harry Potter y El Niño del señor de los anillos y Blanca Nieves todos saludando con una sonrisa. Y en el taller ves la figura, de espaldas, con un vestido plateado, una banda que dice Miss Universo. La mano izquierda saluda, la derecha carga un bouquet enorme. Y es tu mano, idéntica. Y es el vestido una réplica impresionante. pero no son ni tu sonrisa, ni tu mirada, ni tu perfección, ni tu belleza. Tú gemela no lo es. Horrorizada, rompes en llanto, exigiendo una explicación, diciendo que la mujer que está ahí no eres tú. Y nadie dice nada. Los artistas que trabajaron cinco meses, los tres consultores del museo de cera alemán, tu representante y la guía observan solamente. Parada a un lado de la figura lo único que les distingue es el rímel escurriendo por tus pómulos, el cabello alborotado, la sonrisa angelical de la reina inmóvil. Les dices que todavía hay tiempo, que aún pueden arreglar los detalles, corregir la forma de los labios, la separación de los ojos, el ángulo de la nariz... Y todos siguen inmóviles, contemplando como cada detalle descuidado no está en la cera, sino en tu propia piel. Ni de chiste van a tocar la estatua le dice un alemán en español fluído. Rompes en llanto de nuevo, y entonces la ves. El arma perfecta, la solución para arrebatarle la fealdad a tu gemela, que grita en silencio debajo de esa falsa sonrisa que no quiere ser así, que quiere ser linda. La escuchas gritándole, quiero ser hermosa, como tú, perfecta, joven y eterna como tú... Tomas la navaja y arremetes en contra del rostro hermoso, que no alcanza a sentir el metal frío porque seis manos reaccionaron antes y te sujetan, luego otras dos te arrebatan la salvación de tu gemela y un par más golpean tu mejilla negra para tratar de regresarte del shock. Mientras te sacan tu gemela se carcajea al ver como te tratan de loca, y te sacan como a un perro, y te vuelves non grata en el recinto de las sonrisas muertas. Y todas las noches, piensas en tu perfección robada, en la belleza que ya no te pertenece y que se ríe de ti con tus propios labios, con tus ídolos de cera. Y el teléfono suena y ya no contestas. Te sumerges en la tina y prefieres ya no salir. Ya no eres más la única reina.

Cartas como las de antes

Tal vez ya no tengas tiempo de apreciar lo raro que el mundo es. Entre libros, películas viejas y museos muertos, ignoras, como el resto de la gente, las respuestas ocultas en la solemne intimidad de la soledad. Seguro recuerdas mi oficina, mi cubículo, donde me enclaustraban las carpetas y los oficios pendientes. Desesperada de esa ratonera, me tenía que escapar varias veces hasta el lugar confinado por la compañía para fumadores. Sigo sin entender como a estas alturas no se defienden nuestros derechos por espacios dignos, amplios, vivos; por lo menos no desplazados junto a la salida de emergencia, ahí donde se respiran los meados de todos los beodos de la ciudad. Pero lo importante, lo que quiero contarte, estaba en la pared. Pegada con cinta canela, una hoja ofrecía un producto único, un número y una frase: “Se vende fantasma”. Sé lo escéptico que eres al respecto. Yo también dudé, pensando que era un truco o un engaño, pero sólo al principio. A las tres de la mañana por fin me decidí tomar el teléfono. El insomnio autoinducido que olvidaste en mi cama normalmente me mantenía viendo películas hasta tarde. Esa noche pasaban un maratón de Bond con Connery y Moore, demasiada clase para ti, lo sé. Contestaron inmediatamente, una voz cansada me preguntó si hablaba por lo del anuncio. Quise disculparme por la hora, argumentando que no podía dormir. La voz me dijo “Yo tampoco. No es ninguna broma, como puede pensarse, de verdad vendo un fantasma.” Me dio una dirección, pidiendo que pasara entre las seis y las ocho la tarde siguiente, cuando me podían recibir. En el lugar, dejaría el dinero y a cambio, podía llevarme un objeto. Pese a lo claro de las instrucciones procuré anotarlo, para evitar una traición de la memoria. Eso lo aprendí de ti, que tan fácil me olvidaste. Llegué puntual. Una mujer me esperaba; había un moño negro sobre la entrada de la casa. La mujer visiblemente avejentada, no tendría más de cincuenta años. Seria, me saludó y me invitó a pasar. Era como la casa de tus sueños. De ser tú me habría abalanzado sobre alguno de los enormes libreros que tapizaban las paredes, en ellos reconocí muchos nombres de los que me hablaste y que yo siempre quise conocer. La mujer me condujo a un estudio donde eran tantos los libros, que había que caminar entre ellos. Ahí fue cuando la vi, empolvada sobre una larga mesa de caoba, entre libros de pasta dura y cuadernos cubiertos de polvo, ahí estaba ese tesoro hipnótico, una antigua Remington clásica. Imaginando tu expresión orgásmica al tener una reliquia similar, dejé el sobre en la mesa y tomé la máquina de escribir sin pensarlo más. La mujer salió conmigo, cerrando la casa. Bajo los ojos llevaba más arrugas que cuando llegué. Regresé a casa con mi nueva adquisición, decidiendo en el camino si debía enviártela como regalo de bodas, pero creí que no te la merecías. Además mis obsequios siempre terminaban poniéndote de malas. Al final no me arrepiento de haber conservado mi fantasma. Tantas veces imaginé que viviríamos juntos escribiendo poemas y cuentos en una máquina así. Me leerías tus historias y yo te diría que eran excepcionales, como todo lo que escribías. Tú, alabarías lo mío, por compromiso y para llevarme rápido a la cama. Tal vez para hacerme feliz. Contemplé el impecable estado de la máquina, ansiosa por estrenarla y escribirte algo, pero me desanimé rápido y me fui a dormir. Soñé que eran tus dedos los que usaban mi reliquia, contestando cada una de mis cartas. Ahí fue cuando conocí a mi fantasma. Por la mañana, en el rodillo de la máquina, encontré un par de sonetos extremadamente cuidados, con una métrica impecable y figuras bien ejecutadas. Pero no terminaba por entender lo que pasaba. Esa noche, y las que siguieron encontraba esos versos románticos, a veces con un dejo erótico, que leía en las noches susurrados por tu voz, frases deliciosas que se colaban como aire en mi garganta. Debo confesarte que la intención implícita en cada frase me provocaba escalofríos. Aún así, cada enunciado me seducía como tú nunca lo pudiste hacer. Al principio temí contestarle. Frente a la máquina no se me ocurrían palabras que pudieran equiparar el virtuosismo lírico de mi amante. No quería decepcionarlo también, como seguro te decepcioné a ti. Poco a poco, comencé a descubrir algo de desesperación en sus notas. Parecía obsesionado, intimidante, hambriento. Me llegó a pedir que le dejara ver mi muerte, y que esta me llevara a sus brazos. Despertaba en las noches por el ruido frenético de la campanilla, el furioso tecleo, frases exasperantes de deseo que no me atreví a leer más. Guardé las cartas que ahora eran doce, veinte, tantas que preferí no contarlas y las hice arder. Mi amante se desesperaba, azotando puertas, arrojando objetos a las ventanas, dibujando insultos en el techo, tapizando mi piso sádicos poemas y vidrios rotos. Selló con su ira las puertas. Sitiada en mi casa llamé al número, pero esta vez no hubo respuesta. Varios días, en la mañana, intenté escapar por una de las ventanas, pero era imposible acercarse sin que mi fantasma lo notara. La máquina estaba ahí, observando, acechando y él estaba en todos lados, la casa y yo éramos suyas. Volví a llamar y esta vez fue la mujer la que me contestó. Por mi urgencia supuso que algo había salido mal. Me explicó que era la hermana del dueño de la casa, de la máquina. Él, había sido un viejo escritor venido a menos, quien tras perder a su hija decidió matarse en esa misma casa. “Fuimos su única familia. Por mucho tiempo no hizo más que lamentarse, estaba obsesionado, tenía ya la voz muy cansada. Yo no pude hacer más que verlo marchitarse.” -me dijo. Fue ahí cuando lo entendí. Finalmente comprendí su miedo a la soledad, esa soledad igual a la mía. Me senté frente a la máquina para escribirle, para pedirle que me dejara aliviar su dolor y suplicarle lo que tantas veces me escuchaste decir: no me dejes. Él me ha recibido y me guarda a su lado. Te escribo esta carta, como las de antes, para decirte que jamás te olvidaré. Y de paso, para venderte dos fantasmas. La máquina está en el escritorio, esperándote. Así no me tendrás lejos. Él te encantará. P.D. Tuya, siempre.

LOS SILENTES

La caminata se sufre. Este aire ajeno se siente cansado; por viejo ya no va ligero. Este aire permanece entre los años varado, como esperando. Entre los muros circula pero no escapa, se muestra, pero no se expone. No se muere, pero se queda. A veces he creído que nuestras voces siguen espacios distintos, urdiendo un discurso triste en los recovecos taciturnos. Esas voces sólo se oyen entre los huecos de las paredes, en lo recóndito de esos salones empolvados y olvidados por los niños que estuvieron alguna vez allí. Luego vienen aquellos, los de fuera, a decir qué bonito, qué rústico, cuánto folklor; qué lindo pueblo, pueblo chiquito, pueblo viejo, pueblo fantasma. Nos tragaron las leyendas, las visitas y los paisajes. Nos fuimos perdiendo entre gringos y paisanos que con admiración hipócrita fingían interés por nuestra desgracia, por ese final que tuvimos. Se gastan las horas robándonos nuestro espacio en sus fotos, nuestro suelo en sus zapatos. Nuestra historia en su indiferencia. Y a fuerza de resignación me cambio de ojos y veo mejor hacia atrás, cuando no éramos fantasmas para la gente. Esos días en que andábamos de arriba abajo, levantando temprano a los maridos, lavando los patios, fumando en las tardes y aguantándonos el frío en las noches. Ahora ya no sentimos eso ni lo otro. Y se extraña. Extrañamos el aroma de nuestros cuerpos, el sabor de la saliva y el sudor ajenos, sentir la sangre correr con el calor de antes, de antes del tiempo. Dejar las huellas en el polvo, respirar la humedad del suelo de lluvia, acariciar las mejillas de los hijos, rezar a la cruz frente al altar pidiéndole un favor, uno chiquito, uno más. Pero ya no nos escucha. Ni él ni nadie. Intentamos gritarle, suplicarle, igual a la gente, a los paseantes, nos acercábamos murmurando: aquí estamos, mírenos somos iguales, sólo más viejos, más secos; nuestra piel se deshace apurada, pero aún podemos estar. Sólo nos ignoraron. Aún lo hacen. Y aquí estamos, paseándonos sobre el empedrado infame, contemplando la ausencia de vida, la nulidad de los días que se corren sin que lo sepamos; en esta tierra nuestra el calendario que gobierna es el olvido. Y las disputas del suelo, de nuestro suelo, ya no son nuestras. La riqueza que quisimos preservar para el futuro se derrocha en manos de intrusos, el cariño y el respeto a nuestra gente es pisoteado por la ambición banal, brutal de los depredadores silentes. La opinión de los muertos no resuena más que en mi cabeza, y en el espacio que queda hueco bajo las ruinas que antes eran mi casa. Así que callados vamos marchando, entre silencios seguimos la travesía. Sabiendo bien que llegamos por donde vinimos, de ningún lado.