viernes, 4 de octubre de 2013

La extenuante búsqueda de aquel apellido Bovermann

A bordo del trasatlántico Marcus III, Ricardo Medina encontró en un camarote que no era el suyo una vieja radio General Electric cuyo dueño, Bill Bovermann, desconocido banquero fracasado aficionado al bingo y al milenario arte de la pesca, había tallado su nombre en un costado del aparato. Impelido por la novedad de la adquisición, lo tomó sin prestar atención al resto de las invaluables pertenencias que el señor Bovermann conservó, incluyendo un reloj de cuerda heredado por su abuelo y un maletín con $12, 000 USD. Al llegar a la estereofónica Ciudad de México, Ricardo convirtió el aparato en un objeto de ornamento que nada tendría que ver con el resto de los objetos que el mercader, en esos inconsistentes y absurdos arranques de locura, terminaba por llevar a la repisa. Hombre fervientemente entregado a su familia, compraba en cada puerto un recuerdo para su esposa e hijo. Llaveros, amuletos, rosarios, dulces, miniaturas o caracolas eran siempre iguales, cambiando sólo el nombre del lugar. Recuerdo de Salermo, Barranquilla, Guajira, Andalucía, Daesan. La esposa perdía el sueño por días, pendiente del teléfono por si la condición de Ricardo lo metía en problema con la policía por enésima vez, al ser descubierto con esos recuerdos que no compraba y no llevaba para alguien, ocupando un espacio siempre reservado en la valija. Pero posiblemente ni Ricardo ni su mujer pensaron que la llegada del aparato radiofónico crearía el mínimo cambio en sus vidas, conclusión que habría de contradecirse en pocos días, cuando Ricardo intentó hacerlo funcionar. Obedientemente tiro de la tapa para introducir el juego de 6 pilas D, descubriendo en el interior un pedazo de papel enrollado. En el mismo compartimento, envuelta en papel periódico, se encontraba una bala. La mujer de Ricardo se hizo con la hoja, en silencio comenzó a leer, y luego callada, se entregó al llanto por 6 días y 7 noches, sin dejar de leerla, hasta que el papel perdió su forma y su color original. Ricardo tenía curiosidad, pero un miedo tremendo inferido por ver el efecto que habían causado las palabras sobre el regio temperamento de su mujer, integra por demás en comparación a él, le hizo considerarlo severamente. Al final, la mujer viéndolo sufrir de incertidumbre, le entregó el encendedor con el que habría de incinerar, a regañadientes, la ilegible declaración. Irremediablemente, siempre ganaba esas batallas. Meses después Ricardo sentía la necesidad de enmendar su osada pifia, ante la sensación de haber salvado una vida. La duda que le surcaba el vientre como un hambre insaciable, era precisamente la identidad de la víctima. La mujer se limitó a ignorar el asunto, diciendo que nada de eso venía por escrito. Esta declaración no impidió que Bovermann se convirtiera en la obsesión que lleva un plato sobre la mesa. Ante la creciente incertidumbre, el hombre se enfrasco en la enmienda por descubrir la identidad de Bill Bovermann, así como la de su víctima. ¿O sería un suicidio lo que había frustrado? El silencio ambiguo de la mujer sembró una duda certera, que le ocupó por completo. Incluso dejó atrás su gusto inconsciente por lo ajeno gracias a su nueva obsesión. En cada encuentro que pudo celebrar con algún norteamericano, dejaba un recado para el Sr. Bovermann, en caso de que alguno de sus coterráneos lo encontrase antes que él. Dígale que tengo su radio, lo he conservado bien y quiero entregárselo cuanto antes. Ingenioso, dejaba también su contacto en México, por si Bovermann tenía el detalle de buscarlo antes para corroborar la historia. Los viajes se volvieron más frecuentes. El hijo creció distante y con un rencor mudo, mientras el padre se entregó por una década a la búsqueda del hombre de la pistola sin balas. La paciencia se le agotó después de tantos años, por lo que volvió a casa, acomplejado e incapaz de retomar la rutina que alguna vez alegró sus días. Él y su mujer no pudieron con la convención de casa, y terminaron por encontrar cierta paz en la distancia. Huraño y decepcionado, su frustración se debía a ese vació doloroso en su conciencia. La mujer, seca por los años de abandono, y dueña del rencor de Ricardo, guardó silencio sobre el asunto hasta aquel estertor en noviembre del 83. En el sepelio, el hijo se entregó en silencio a la declaración de odio. Ricardo Medina no se hizo a la mar nunca más, y encontró al destinatario de la bala en sí mismo ese mismo año, antes de la navidad. Dejó para su hijo una nota diciendo: Por fin descanso en paz. Atte Bill Bovermann. Debajo de la nota estaba un revólver que recién había robado. También le dejó la radio, y una libreta con más de 900 clientes estadounidenses con los apellidos equivocados.

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