jueves, 17 de febrero de 2011

Dichosos los ojos

Dichosos los ojos

Todo deseo estancado es un veneno.
André Maurois

A Martha, con cariño

Murmuraban los pasillos. Qué solitario me sentía rodeado de pinturas que no entendía y palabras fuera de contexto. Huí del vino, de los canapés y de la gente, no me apetecía labrar una conversación o embriagarme sin razón. Mi mejor amigo había quedado conmigo para esa noche, su retraso me mantenía expectante observando a mí alrededor, y en las pinturas inquietantes. Te contemplé a lo lejos, en las paredes los cuadros se tornaban en impresiones de muestras depresivas e inquietantes, con rastros de horror derramado por la galería entera. Quienes abandonaban el hipnotismo de sus colores eran absorbidos por tu esplendor. Entonces me empeñe en evitar el arte y concentrarme en ti. Dichosos los ojos que te vieron, contoneándote entre los paseantes, con una copa en la mano y tu sonrisa embelezante deleitando a tu público. Docenas de brazos, lenguas y ojos te ofrecían los placeres que tú, sin pena, optabas por rechazar; una multitud de halagos, atenciones y ofrendas. Con asomar tu sonrisa se perdonaba cualquier desfalco. Sin sobresaltos traducías las incitaciones de amor en un armonioso rumor de pasos. Te observé caminar hacia mí.
No pude deshacerme de la impresión de tu grandeza y de mi infame titubeo, me invitaste una copa que no supe como rechazar. Preguntaste por mi opinión y tartamudee tanto que de no haber sido por Fermín te hubieras esfumado inmediatamente. El contestó a tus preguntas y me devolvió la esperanza de tenerte junto a mí un momento más, uno de esos segundos que se alargan y se plasman en la vida. Hablaste de Carrington, Orozco, Sebastián y Varo; Fermín te narró a Eisenstein, Buñuel, Fuentes y Paz. Yo permanecí leyendo en tus labios las palabras que nunca salían de tu boca: aquellas nuevamente dirigidas hacia mí. Las palabras desafiaban los intelectos y en el punto en que él cuestionó tu trabajo, tu sonrisa lo compuso todo y nos conquistaste a los dos, nos invitaste a seguirte. Tomamos un taxi, Fermín vivía cerca y no traía auto y yo no sabía manejar.

Subimos al auto, ustedes con copas de vino riendo de los vestidos, de las barbas y los anteojos. Yo, oprimido por el absoluto silencio en mis ideas, con mi gesto deformado por los celos y la envidia, por el retrovisor los veía riendo y gozando de la mutua compañía, yo era un objeto olvidado, el intermediario de una noche larga y abundante, de una pasión nueva que en secreto se desenvolvía en pequeñas y casi involuntarias caricias, sus rostros cada vez más cercanos, y yo postrado en una conversación insulsa con el conductor, me embriago de su falsa cortesía al preguntar mi opinión de algo que no me interesó escuchar, vomito respuestas cortantes y desafiantes. Pensaba bajarme cerca de mi casa, pero mi cólera me exigía permanecer ahí, forzarlos a cortar su velada de tajo, sin despedidas románticas ni citas próximas, él me vio esperando contar con mi apoyo, yo le ofrecí un gesto de desprecio, muérete imbécil…
Llegamos a su hotel, le preguntaste que sí quería subir, aun te puedo explicar el trabajo de un crítico. Bajaron y tuve que pagar el viaje. Cuando intenté seguirlos se habían esfumado, y en la recepción se mostraron determinados en sabotear mis intenciones y no me dieron ninguna información. En el último de mis desquicios me largué con mi orgullo empuñado en odio y tomé otro taxi hasta mi casa. Imaginaba las palabras del imbécil que el imbécil de Fermín me contaría al día siguiente con franqueza en los detalles , la transpiración de tu cuerpo, la firmeza de esos senos, lo dulce del perfume, la fuerza de los muslos, el tamaño del culo, la humedad en tu vagina…
Mi cabeza comenzó a rondar por los confines más profundos y escabrosos de mis represiones sexuales, debajo de lo más sucio de mis pensamientos, lo que seguía de ellos, imaginando la desnudez, la respiración, las manos, las nalgas, los cuerpos vaciados el uno sobre el otro, perdí la noción del tiempo en perversiones insípidas y termine agotado en el asiento observando el mismo adorno en el retrovisor durante casi media hora. Cuando hube llegado pedí al carro que me esperase.
Corrí dentro y guarde algo entre mi chamarra. Subí de nueva cuenta al taxi y este me llevo de regreso al hotel, al que me interne sin control sobre mis piernas o mis actos. Golpee a uno de los botones para que me consiguiera el cuarto de la crítica chilanga. Apenas pudo enfilar las palabras clave. El cuarto 306. Subí hasta el piso parpadeante en el panel del ascensor mientras sentía como palpitaba mi corazón, como iba mi sangre hirviendo.
No necesité forzar la puerta de entrada, la cual no habían asegurado. Abrí lentamente y detecté la ropa en el suelo, la obscuridad se sentía pesada, el calor y el aroma de los amantes asfixiaban mi cerebro. Los observe, silenciosos gimiendo, tú encima del imbécil, moviéndote con soltura sobre mi amigo de la infancia, mi compañero en la secundaria, la preparatoria y la universidad. Prendí la luz, sólo para observar el gesto de sorpresa en sus caras. Cuando se dieron cuenta de la situación me abalance sobre el maldito y lo apuñalé con un cuchillo grande y ligero que se internó suavemente en su pecho, crujiendo de vez en cuando entre cuchilladas, sus ojos me pedían perdón por haber suplantado mi amistad con carne. Permaneciste expectante, paralizada a nuestro lado, viendo como se consumaba el rito de la traición. Cuando mis ojos se posaron en ti intentaste con torpeza una reacción evasiva, la cual sólo me hizo desear con más y más ganas poseerte y embarrarme con tu sangre y tu amor. La piel fue más suave de lo que pensaba, y tus gritos aun más sensuales, tus huesos eran tan bellos como lo imagine. Cuando hube terminado tomé una ducha y me vestí con la ropa de Fermín. Tenía esa loción que siempre me había gustado y que sé que a ti mi amo, también te cautivó.

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