jueves, 17 de febrero de 2011

Aviéntame

Aviéntame
“Aviéntame hasta donde puedas
y luego ven a mirar cómo no muero”
Caifanes

A Veracruz por no ahogarse al final
Triste se nos fue la vida. Las lluvias sesgaron todo el pueblo, fueron como dos semanas de pura agua que nos quito todo. Veíamos en las noches como nuestras cosas se iban entre la corriente, arrastradas por chingos de lodo espeso y oscuro, ahí entre la melcocha se pudrían los cuerpos de nuestros animales y de algunos conocidos. Los cadáveres sepultados de nuestros coches, en dilapidadas y olvidadas carreteras y caminos, nuestros trabajos y nuestras vidas, lo que alguna vez fue pavimento, cemento y ladrillo hoy era sólo tierra, lodo y mierda. Mi esposa Carmela salió un día en las noticias, los de la tele la grabaron cuando le daba de comer a Amaranta, mi bebé. La amamantaba mientras pescaba cosas del lodazal, con un palo arrimaba las cosas cerca de la casa para que Luis, mi otro hijo las recogiera. Ella escuchó el helicóptero y les hizo señas, pero esos putos como llegaron se fueron, sin hacer nada. Se largaron con su pinche helicóptero sin compadecerse de mi pobre mujer que hoy se me está muriendo.
Yo no vi al helicóptero, aun seguíamos rondando con los dos botes que teníamos a ver si alguien se estaba muriendo en el lodo, o si habían quedado atrapados en su casa. Ya de perdis si nos podían regalar agua potable. Muchos muertos, mucha ayuda y nada de agua. Cuando Carmela me contó me hinché de rabia. Me comí unos chiles en vinagre que me había encontrado mi mujer y le di a Luisillo su caballito de tequila de las noches, para que no escuchara los llantos y los gritos de la noche, para que no viera los fantasmas que vienen con el frío. El aire nos pegaba recio, y desde que habíamos tenido que dormir en el techo, no podía pegar el ojo más de dos horas. Cuando se durmieron los chamacos, los tapamos con unas cobijas y revisamos que la bebe respirara, se veía ahí tan tranquilita, dichosa ella que no entendía que rayos pasaba, que no sabía de la desgracia que nos pegó.
Cuando escampó le avise a Carmela que debíamos irnos para el otro pueblo, porque en Ramírez no había de otra o nos moríamos ahogados o nos moríamos de hambre. Nomas teníamos dos lanchas en todo el pueblo y tuve que robarme una. La agarré cuando la corriente ya no estaba tan canija, era del Ernesto, al que se le ahogo su mujer al tercer día del monzón. Le iba a pedir la balsa y que se fuera con nosotros, pero lo encontré ya ahorcado. Me imagine que estaba mejor que le dejara de llorar día y noche y se fuera a buscarla, a ver si así ya no atormentaba a mí Luisito. Nos fuimos luego luego en la madrugada, con un frío de la chingada y tropezando a cada rato con cadáveres inflados y toldos de los coches. Me los lleve para los terrenos altos, porque no me fiaba de la lluvia. Llegando a tierra amarré la balsa por si hacía falta, y nos escondimos del aire en una parte llena de arboles, ahí quemamos unos leños y comimos frutillas para menguar las hambres. No parábamos de temblar, y temblamos aun mas al oír los truenos a lo lejos, augurando la helada avalancha que no paró hasta la madrugada. En la mañana Carmela se despertó para darle de comer a la Amarantita, que estaba fría y mojada como el aire y tiesa como piedrita. Le lloramos un rato y luego dejamos que se la llevara la corriente. Luisito le dio un beso antes de que se la llevara el lodazal y seguimos subiendo por el cerro, dos días más y llegábamos a Tlatolucan. Mi Carmela se me empezó a enfermar esa tarde, yo digo que de tristeza, ella me dijo que era un embarazo. La pobre vomitaba pura saliva porque llevábamos días sin comer más que tortillas duras y frutillas. A Luis lo vi más fuerte que nunca, me ayudaba a juntar ramas para la fogata y se quedaba cuidando a su mamá cuando me ganaba el cansancio. De esos ojillos brillaba un calor extraño, algo especial que junto con su silencio me tranquilizaban. Pero cuando desperté ya no lo vi. Se me había escapado y mi mujer ahí temblando y llorando en sueños. Me rodeo el pánico, el Luis perdido en el monte y yo aquí solo con la Carmela a medio morir. Ya la pobre no podía caminar, así que la cargue, monte arriba, con los mis pies guangos envueltos en unos zapatos ya todos jodidos por el agua y las piedras. En cuanto me cansaba la dejaba recostada en el pastito, lloraba y lloraba inconsolable, su cara morena estaba ya toda hinchada y los berridos que pegaba asustaban a los animales que nos encontrábamos. Con Carmela dormida me arrodille junto a ella y levante la mirada buscando las estrellas y una luna que apenada parecía esconderse de mí. Apesumbrado e impotente grité con todas mis fuerzas al único culpable de mis lamentos.
“Aviéntame Dios, arrójame al pozo más profundo, por la cumbre mas empinada, por el borde del mundo, pero deja que mi esposa se levante, deja que mi hijo nos encuentre, déjame morir aquí frente a ti, pero a ellos cuídamelos, que yo ya no puedo”.
La noche se tragó toditito mi alarido, y comencé a llorar sobre el vientre de Carmela, ella acaricio mi cabeza y me besó la frente. Me quedé dormido en sus brazos. Cuando Luis llegó por la mañana lo acompañaban tres hombres de Tlatolucan Carmela ya no respiraba, tenía, sin embargo, la paz en su rostro la hacía ver más hermosa de lo que yo pudiera recordarla. Luis la abrazo y le canto al oído, luego me dijo que le había cantado para que se quedara tranquila, porque sabía que yo lo iba a cuidar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario