jueves, 9 de mayo de 2013

Cartas como las de antes

Tal vez ya no tengas tiempo de apreciar lo raro que el mundo es. Entre libros, películas viejas y museos muertos, ignoras, como el resto de la gente, las respuestas ocultas en la solemne intimidad de la soledad. Seguro recuerdas mi oficina, mi cubículo, donde me enclaustraban las carpetas y los oficios pendientes. Desesperada de esa ratonera, me tenía que escapar varias veces hasta el lugar confinado por la compañía para fumadores. Sigo sin entender como a estas alturas no se defienden nuestros derechos por espacios dignos, amplios, vivos; por lo menos no desplazados junto a la salida de emergencia, ahí donde se respiran los meados de todos los beodos de la ciudad. Pero lo importante, lo que quiero contarte, estaba en la pared. Pegada con cinta canela, una hoja ofrecía un producto único, un número y una frase: “Se vende fantasma”. Sé lo escéptico que eres al respecto. Yo también dudé, pensando que era un truco o un engaño, pero sólo al principio. A las tres de la mañana por fin me decidí tomar el teléfono. El insomnio autoinducido que olvidaste en mi cama normalmente me mantenía viendo películas hasta tarde. Esa noche pasaban un maratón de Bond con Connery y Moore, demasiada clase para ti, lo sé. Contestaron inmediatamente, una voz cansada me preguntó si hablaba por lo del anuncio. Quise disculparme por la hora, argumentando que no podía dormir. La voz me dijo “Yo tampoco. No es ninguna broma, como puede pensarse, de verdad vendo un fantasma.” Me dio una dirección, pidiendo que pasara entre las seis y las ocho la tarde siguiente, cuando me podían recibir. En el lugar, dejaría el dinero y a cambio, podía llevarme un objeto. Pese a lo claro de las instrucciones procuré anotarlo, para evitar una traición de la memoria. Eso lo aprendí de ti, que tan fácil me olvidaste. Llegué puntual. Una mujer me esperaba; había un moño negro sobre la entrada de la casa. La mujer visiblemente avejentada, no tendría más de cincuenta años. Seria, me saludó y me invitó a pasar. Era como la casa de tus sueños. De ser tú me habría abalanzado sobre alguno de los enormes libreros que tapizaban las paredes, en ellos reconocí muchos nombres de los que me hablaste y que yo siempre quise conocer. La mujer me condujo a un estudio donde eran tantos los libros, que había que caminar entre ellos. Ahí fue cuando la vi, empolvada sobre una larga mesa de caoba, entre libros de pasta dura y cuadernos cubiertos de polvo, ahí estaba ese tesoro hipnótico, una antigua Remington clásica. Imaginando tu expresión orgásmica al tener una reliquia similar, dejé el sobre en la mesa y tomé la máquina de escribir sin pensarlo más. La mujer salió conmigo, cerrando la casa. Bajo los ojos llevaba más arrugas que cuando llegué. Regresé a casa con mi nueva adquisición, decidiendo en el camino si debía enviártela como regalo de bodas, pero creí que no te la merecías. Además mis obsequios siempre terminaban poniéndote de malas. Al final no me arrepiento de haber conservado mi fantasma. Tantas veces imaginé que viviríamos juntos escribiendo poemas y cuentos en una máquina así. Me leerías tus historias y yo te diría que eran excepcionales, como todo lo que escribías. Tú, alabarías lo mío, por compromiso y para llevarme rápido a la cama. Tal vez para hacerme feliz. Contemplé el impecable estado de la máquina, ansiosa por estrenarla y escribirte algo, pero me desanimé rápido y me fui a dormir. Soñé que eran tus dedos los que usaban mi reliquia, contestando cada una de mis cartas. Ahí fue cuando conocí a mi fantasma. Por la mañana, en el rodillo de la máquina, encontré un par de sonetos extremadamente cuidados, con una métrica impecable y figuras bien ejecutadas. Pero no terminaba por entender lo que pasaba. Esa noche, y las que siguieron encontraba esos versos románticos, a veces con un dejo erótico, que leía en las noches susurrados por tu voz, frases deliciosas que se colaban como aire en mi garganta. Debo confesarte que la intención implícita en cada frase me provocaba escalofríos. Aún así, cada enunciado me seducía como tú nunca lo pudiste hacer. Al principio temí contestarle. Frente a la máquina no se me ocurrían palabras que pudieran equiparar el virtuosismo lírico de mi amante. No quería decepcionarlo también, como seguro te decepcioné a ti. Poco a poco, comencé a descubrir algo de desesperación en sus notas. Parecía obsesionado, intimidante, hambriento. Me llegó a pedir que le dejara ver mi muerte, y que esta me llevara a sus brazos. Despertaba en las noches por el ruido frenético de la campanilla, el furioso tecleo, frases exasperantes de deseo que no me atreví a leer más. Guardé las cartas que ahora eran doce, veinte, tantas que preferí no contarlas y las hice arder. Mi amante se desesperaba, azotando puertas, arrojando objetos a las ventanas, dibujando insultos en el techo, tapizando mi piso sádicos poemas y vidrios rotos. Selló con su ira las puertas. Sitiada en mi casa llamé al número, pero esta vez no hubo respuesta. Varios días, en la mañana, intenté escapar por una de las ventanas, pero era imposible acercarse sin que mi fantasma lo notara. La máquina estaba ahí, observando, acechando y él estaba en todos lados, la casa y yo éramos suyas. Volví a llamar y esta vez fue la mujer la que me contestó. Por mi urgencia supuso que algo había salido mal. Me explicó que era la hermana del dueño de la casa, de la máquina. Él, había sido un viejo escritor venido a menos, quien tras perder a su hija decidió matarse en esa misma casa. “Fuimos su única familia. Por mucho tiempo no hizo más que lamentarse, estaba obsesionado, tenía ya la voz muy cansada. Yo no pude hacer más que verlo marchitarse.” -me dijo. Fue ahí cuando lo entendí. Finalmente comprendí su miedo a la soledad, esa soledad igual a la mía. Me senté frente a la máquina para escribirle, para pedirle que me dejara aliviar su dolor y suplicarle lo que tantas veces me escuchaste decir: no me dejes. Él me ha recibido y me guarda a su lado. Te escribo esta carta, como las de antes, para decirte que jamás te olvidaré. Y de paso, para venderte dos fantasmas. La máquina está en el escritorio, esperándote. Así no me tendrás lejos. Él te encantará. P.D. Tuya, siempre.

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